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POESIA DOMINICANA
Radhamés Reyes-Vásquez

Poemas de Radhamés Reyes-Vásquez

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Radhamés Reyes-Vásquez

Radhamés Reyes-Vásquez, tres veces Premio Nacional de Poesía, nació en Monte Plata, República Dominicana. Ha publicado varias obras, entre ellas Las memorias del deseo, En nombre del amor, Si puedes tú con Dios hablar, El hombre deshabitado, Boutique de la memoria y Daiquirí.

     Ha sido merecedor, además, del Premio Nacional de Literatura Joven de The Royal Bank of Canada, Premio Biblioteca Nacional de Poesía, en su primera versión, y de los tres primeros lugares del Concurso Nacional de Sonetos organizado por la Fundación Cultural Dr. Joaquín Balaguer en el año 1990.

     En su bibliografía se destacan también los libros de ensayos, semblanzas y crónicas El bolero, memoria histórica del corazón  y Parece que fue ayer.

     Reyes-Vásquez fue Director General de la Biblioteca República Dominicana, entonces adcrista a la Presidencia de la República, desde agosto de 1996 hasta agosto del año 2000.

     Ha sido columnista de los principales diarios de circulación nacional, y, actualmente, escribe cada jueves para el matutino El Caribe.

Del libro

Agnus Dei

o

Amor constante

más allá de la muerte

 

 

Marea de tempestad

 

Si piensas regresar al barrio

donde viviste más de la mitad de tu vida

y pretendes recorrer las calles y los patios

donde encontraste cuerpos jóvenes, labios

lozanos y sexo púber,

deja en tu casa todo en orden y despójate

de prendas y artificios.

Guarda bien tu sombra como si guardaras

una espada, un mástil o un lucero.

 

No regreses de noche

ni cuando despunte el alba.

No temas a los demonios ni a los fantasmas

de tu lejana infancia,

no discutas con nadie ni te demores

en los caminos.

Trata de evadir billares y tabernas,

los prostíbulos donde por primera vez

tocaste un cuerpo desnudo,

el acantilado gris donde echabas a correr

plásticos potros salvajes que no pudieron

nunca ganar una batalla.

 

Ya las calles y las tiendas están muertas,

Adolfo, Niño y Manolo están muy viejos.

No se oyen ahora las guitarras que Quírico

tocaba a medianoche

ni el ebrio bandoneón podrá romper como antes

las olas de aire en la penumbra.

 

Irás desenterrando épocas

y nombres, como quien no existe,

buscando eternidad entre la sangre

de apacibles rumores.

Te detendrás en la oscura tarde

de vientos áridos y lluvias dóciles,

alucinado entre músicas malditas

y crujientes escarabajos.

Inventarás abismos, víboras

y ancestros

a la luz de un relámpago que dividirá

a la noche en un antes y un después.

 

Quedarán las mismas calles

por donde pasaba el tiempo destilando

golondrinas,

el día que sostiene a los bambúes

y los naranjos que cuelgan, frágiles

como las tentaciones:

inquietudes y lumbres calcinadas,

sombras y chillidos de alondras

sobre la fuente en vigilia.

 

Fijos los horizontes debajo de los párpados,

verán volar espigas como flautas

y ebrias luciérnagas

en el temblor rojo del cielo.

Comprenderás que gemidos y rumores

inundan la muerte de las eras y los mármoles

dolientes,

frágiles alondras desatadas entre anillos púberes

y peldaños anudados y mudos como lumbres desgajadas.

 

Los hombres, como las ciudades, se inventan

y se desgantan.

Los inútiles designios del ocaso vagan como escarabajos

entre jardines ayer inexistentes.

La vida inventa al mundo y los besos al follaje.

El ojo inventa paisajes y la muchacha devuelve

lo que en sus labios han dejado

como una luz que hace brotar himnos y semillas.

 

Te desvanecerás en alguna esquina,

junto al humo que dejan las palabras,

entre astros, espigas y volcanes

fugándose henchidos en lejanías y lámparas

de inmutable llama:

pesadumbre del espejo estrellado, piel de durazno

muslos donde la luz oculta objetos

y brillan las piedras del zodíaco.

 

Sollozarás cuando vuelvas a escuchar

la música de las velloneras y los bares,

cuando busques los patios

en los que perseguías mariposas.

Ya no existen y nadie tampoco te conoce.

Ahora eres el déspota,

el hombre por cuya muerte

claman las multitudes.

Dirán que arruinaste los más bellos días

de tu juventud.

porque no mordiste la mano envenenada

que te extendieron

y tampoco pudiste retenerla.

 

Si, en verdad, deseas regresar al barrio

con todas tus experiencias y tus goces,

es bueno estar consciente:

el cuerpo y la memoria son templos

diáfanos y tibios.

Tú no inventaste prostitutas, parias

ni los lúmpenes,

mortales que entran y salen de las tiendas

o las iglesias,

ni los que se detienen en las estaciones de expendios

de combustibles

o a la puerta de un supermarket.

Ni los que leen los diarios sentados en sus balcones,

los que almuerzan o se rasuran

a estas horas.

Todos estaban cuando tú llegaste

y viste el cielo cuajado de presagios.

Todas las épocas y todas las creencias

en la ciudad decadente y, sin embargo, erguida,

donde, desgarrado y pecaminoso, el hombre

se alejó de Dios.

 

Un río de transeúntes se disipa.

Miras a las muchachas de gordas pantorrillas.

Estás aquí, mudo y atado,

jadeando como un náufrago,

con la voz quebrada y los hechizos

ardiendo en la sangre dúctil

sabiendo que tu barrio ya no existe.

 

 

2

Barrio ahora bullicioso y ayer íntimo

en cuyos callejones colgaban cielos y enjambres,

sutil como un ángel temible.

La intimidad persiste y se desborda,

perduran todavía las voces

de antepasados inmediatos.

Mis ojos mudos que buscan otras calles

y en las esquinas de ayer parecen náufragos:

un fulgor de huellas hondo como un relámpago,

los días que, de tan numerosos, no caben

en el tiempo,

el brillo inalterable de la espuma,

el ímpetu furioso de algún viento.

Nombras el patio, la lluvia y las calles

de tu infancia.

La sangre está en su cárcel

mutilada y profunda en el último

poniente,

cuaja los estíos y las enredaderas,

la nada que habita en la penumbra.

La luna se dispersa como una cicatriz

o un espejo,

se enreda en el cuello de los ahogados

cuyos cuerpos nadie busca.

Aún eres la multitud y el espanto.

En la encrucijada del alba y el follaje

tus manos buscan otros patios.

Eres una humilde plenitud de espejos empañados

terriblemente desconfiada como un ciego.

Nadie te ha mirado como yo.

Nadie se detuvo

en la noche íngrima cuando te desgarrabas.

La memoria engendra estatuas y zaguanes

en la intimidad cómplice y terrible.

No obstante la lejanía y el espanto,

el aire te dice que, de algún modo,

tu destino y el mío están unidos.

Tú, el barrio y yo:

juntos habrán de condenarnos.

 

 

La Tarde

 

En el patio cae la tarde como un destino frágil.

Delgado puñal que domina la quietud del paisaje

en la extensión vasta del sueño y la llanura.

Cada instante

una multitud de palabras se desvanece

y el mundo se vuelve una catástrofe.

Hay un destino ignorado

en el centro de la penumbra,

los ocasos que me conmueven y la fiambre

certidumbre de las mareas,

los espejos de geometrías delirantes,

el hecho de que el mundo exista

y sea indefinible,

la llamada que aturde y el rencor inaplazable

de saberse desdeñado.

Como una herida abierta

el cielo se desangra en el poniente.

 

 

  

Follaje Nocturno

 

La noche discurre igual que la agonía de un jardín

y desgarra la palabra en labios de otros cuerpos.

Un follaje de espejos se desborda,

el mar terrible como el brillo de una espada,

el orden de las olas y la música,

el paraíso que rige las leyes del deseo

y las costumbres.

Esas nubes dispersas y esos presagios

son la diáfana constancia de que el amor existe

y son también la certeza numerosa

de las noches que contiene el día.

Entre nosotros, los pretéritos difusos,

el cielo unánime que prescinde del lucero,

sombras que se multiplican y traducen

la ligera quietud de algunos patios.

Sólo existe la mirada

y el aire dócil que a la roca hiere

como la luz minuciosa de una angustia.

 

 

 

 

 

Escritura

 

Tan probable como un destino

o golpe de aire fértil,

las escrituras son las pieles intangibles

del deseo,

el tacto del hechizo y la premura.

Bello es el paisaje,

los tibios talismanes de piedra,

el mar que existe afuera

y la fuga del crepúsculo en las plazas.

Algo se detiene en mi sangre,

el nombre de alguien, la mirada ciega del espejo.

Digo madre y mis labios tiemblan

al alba tenue, compartida

y pertinaz como la lluvia.

En los espejos cesa el tiempo

trémulo en el farol impreciso de la vaga luz

inhabitable que limita las cosas del instinto

y la razón.

Breve como los ocasos y el relámpago,

roja e inasible, tiembla la eternidad.

 

 

 

Vigilia del juglar

 

Cada tarde

la tarde cae en gotas pálidas,

el viento ligero se detiene

en las banderas del navío.

Tarde bermeja  y petrificada,

gota de agua suspendida en el aire,

crucificada en el regazo de la hora

poblada de mundos tan diversos

y calles sin transeúntes

                              Catálogo

rotas memorias como pulpas de elíxires,

huesos de una ciudad inhabitable,

piedra de equilibrio y fundación.

 

Cielo desmoronándose

     petrificado en la mirada,

parpadeo de nubes

    e imágenes desterradas.

Jadeo de piedras

   y piernas que se rozan

suscitando una música tenue,

  polvo de astros disecados.

Pálido reflejo de afilados murmullos

furiosamente ardiendo en los balcones,

          precipicio de inminencia

rodeado de peñascos y de algas.

                                         Pálida

 mansedumbre de un instante:

batir de hojas, unas voces,

chirridos de automóviles lejanos,

compactadores recogiendo desperdicios.

          Del tendido eléctrico

cuelgan las ideas,

          pobres palabras,.

y una ciudad inhabitable.

Oleaje de algas resplandecientes

          como cuerpos,

nalgas y senos al aire,

        minifaldas y escotes

o llanura en el cielo indescifrable

       resuelta en signos

    y geometría inacabable

que se disipa en la memoria del espejo

en sus paredes sólidas pero intangibles.

 

En el impalpable follaje

     el sol dibuja espectros

se alza la marea de colmillos afilados.

Brotan peces y alcatraces,

    sombras sobre el agua.

Salen a la calle

los beneméritos que sirven al Estado

y las honorables prostitutas,

los nómadas y los perros sin dolientes,

los apóstatas y los alabarderos,

congregación de transeúntes.

 

Tarde,

escritura pálida en la arquitectura celestial,

gruesas gotas pálidas de cielo,

un batir de peces o de náufragos,

sol en la cascada,

   serpiente de transeúnte.

 

En la mesa del bar más próxima al ventanar,

dos poetas y un maricón

                 curados de espanto.

Tres nubes cómplices

   tres sombras mudas

      tres colibríes sin alas

huesos desterrados

       ángeles endemoniados

        gaviotas sin chiullidos

        ni huellas en la arena

cómplices de ideas estúpidas.

El bar el es pequeño

    y en él sólo hay penumbras

El más flaco habla con palabras de aire

                          el otro es retórico

y el maricón contempla la tarde.

Tres nudos de abismo

sólo construyen patíbulos

que son sus propias tumbas.

2

Nuestro cuerpos

       desnudos y fragantes

son relámpagos, plazas, mediodías

perros que aúllan, caderas que cantan

vasijas para recibir la vida.

                      Nuestros cuerpos

ahora son lámparas y geranios

        gaviotas degolladas

gotas de sol resbalando en los metales.

 

Tu mirada es una lámpara,

una gota de noche, un geranio flotante,

un pájaro burbujeante de alas plateadas,

gladiolos y petunias, lirios y begoñas

ahogados en un puerto.

Ciegos leopardos y mudos jaguares

se reflejan en tus ojos

y luego van hacia el follaje.

 

Nombrarte después de tantos años

es demorarse otra vez en tus labios

mientras las manos sienten

el húmedo rumor de tus vellos púbicos

-tempestad y quietud, alba sobre arena cálida-

caminar gozoso y atravesar un follaje de sílabas

en Torremolinos, junto al mar de Málaga.

 

 

 

 

Mamá también cantaba boleros

 

«Por mi madre, bohemios!»

Mamá empezó a morir veinte años antes,

cuando cubrimos con tierra el ataúd del hijo menor.

Fue de tarde y en verdad llovía.

Su foto no apareció en los obituarios

y de tan buena suerte

el cura párroco olvidó su nombre

el día de la misa,

pero extendieron como si nada

la cesta para recoger el diezmo.

Juro por las cenizas que hablan demasiado:

mamá no murió de muerte natural,

tampoco murió de tiempo ni de vida

sino de soledad

y es así como en verdad

se muere.

Mi pobre vieja no tuvo nietas que le hicieran trenzas

ni le esmaltaran las uñas.

Su memoria estaba siempre abierta.

y era fértil

porque siempre veía fantasmas

y escuchaba los pasos de los muertos

en los pasillos de la casa.

«¿No oyes los pasos?», me decía, «ya se acercan.»

Tiempos después soy yo quien oye los mismos pasos

porque sucede que mamá también ha muerto

sin conocer el Central Park

ni Madison Avenue,

sin ver los álamos brillantes de Whasingthon,

sin enterarse de las masacres de Iraq

ni de la manera en que se muere en Bagdad.

Mamá no anduvo nunca por la Alameda

donde fui condenado por la artritis,

pero conocía al dedillo a los mariachis

y era loca con Miguel Aceves Mejía.

La vieja nunca fue de carne y huesos.

Era un pedazo de pan y una ternura

que tarareaba boleros y conversaba

con los duendes.

Miraba demasiado lejos

y sus dedos eran mástiles para sostener

la vida,

en el pozo grisáceo de sus miradas

había puertas que se abrían

y provincias distantes.

Era ella una soledad muy honda,

una pena demasiado callada

que tampoco conoció el apartamento

donde ahora escribo y muero.

Su mirada parecía un deseo petrificado y acuoso,

una piedra de melancolía,

una sombra húmeda, un abismo colgante,

un pasto,

un metal que poco a poco iba desgastándose,

una lluvia caída hacía milenios.

 

La muerte tiene la forma del dolor y del recuerdo,

el agua misma adquiere la forma del cántaro.

Un sábado por la mañana, mientras me desplazaba

en un Nissan Sentra por las calles nubladas

timbró mi teléfono celular en el bolsillo.

«Tu madre ha muerto», me dijeron.

De eso hace ya un año

tu primer año, madre,

y, sin embargo, oigo aún cuando me llamas

o tarareas un bolero,

tus alpargatas aún suscitan

la ligera música de tu presencia.

En tu balcón no hubo petunias ni begonias,

aves del paraíso ni madreselvas.

Sólo lirios calas y claveles, me han dicho,

sobre el ataúd que me negué a ver.

 

Mientras yo languidecía

en lúgubres habitaciones alquiladas

o quizá mientras andaba mudo

entre las tibias luces de un ocaso,

tú te ibas muriendo.

Yo andaba mudo como sombra petrificada,

caminaba por las calles mojadas

y estrechas de la noche

quizás buscando algo de la infancia que no tuve,

o entraba a los bares y los restaurantes

pálido y muerto de hambre,

vestía ropas ajenas y me sentaba en los parques,

conversaba con meretrices y homosexuales,

vendedores ambulantes y presumidos astrólogos

Mi casa era la noche o la puerta de un prostísbulo

el banco de un parque o un zaguán.

Dormía entre desterrados y prostitutas,

me acostaba sin cenar en huerto ajeno

donde apenas diez minutos antes hubo sexo y gemidos

palabras de amor o maldiciones.

Habitaba yo en abismos tan profundos

e ignoraba lo que a tí te sucedía.

De mí huían los niños y las aves

De mí huían la calma y nubes lejanas

y hasta las meretrices que ahora son llamadas

trabajadoras sexuales.

 

Me negué a verte tendida en el ataúd.

Te vistieron de blanco, me dijeron,

criatura engendrada en la salobre corteza

de las lámpara recién encendidas,

tatuada en la memoria marítima del arrecife

o de las piedras.

De tí no queda más que cenizas dolientes

y la habitual fotografía enmarcada en cañuelas

y colgada en la pared del cuarto

donde escribo tus insomnios y los míos.

Estás rodeada de noche y de náufragos.

Ya no será la tierra

un cántaro para recoger los sueños,

una promesa,

una araña crepitando en el fuego

sin nombre de los tiempos,

ni luna que se esconde con destreza

en el follaje

antes que el amanecer se abra como

un campo de batalla.

 

Aún quedan destellos para iluminar la vida,

manos que han fundado amores

entre cuerpos tibios

o húmedos,

tal vez recién salidos del agua

o tendidos en la playa.

Alza entonces tu lámpara

fatigada y esbelta como un cáliz.

Ninguna mano habrá como la tuya

Muerta está la casa desde entonces,

muda como las mareas del alba y el conjuro,

el ojo ciego de la luna en la alcurnia de la rosa,

tus manos asidas a los muebles y a los cántaros,

tu respiración sonora en la penumbra.

Majestuosos  son los mundos más allá de la noche,

la vastedad de cielos y vientos presentidos,

naufragios y catástrofes:

plenitud de peces y de astros,

vastedad de abismos,

vértigo de las constelaciones,

impenetrable gorjeo de galaxias,

silencio que se enreda

al musgo y a los mástiles.

Una hoja se desprende y cae

como si en su corteza rodaran

gotas de muerte o de aluminio.

Yo recojo la hoja y la contemplo

como si fuera una sortija.

Eras la mano que se convierte en vasija

para recoger el alba,

cesta de frutas para el hambre,

agua sobre la piedra lacerada,

cielo de los destinos truncos,

mariposa de agua en el crepúsculo.

Tú, la nacida de un costado de Dios,

sonido de tambor sobre la arena,

chaspoteo insomne de las olas y el violín.

Una pálida mano se extiende

y se oye un crepitar de llamas

como gotas de agua resbalando

en las esquinas de la tarde,

ahogado chillido de gaviota

en la mojada certeza de la arena.

 

Yo soy tu hijo y no te invento.

Te llamó la mañana nublada

y los vientos que al alba en las ventanas se anudan,

la ola insomne en complicidad con algún mástil,

la dignidad fingida de la muerte,

la lumbre descalza de lejanísimos rumores,

los callados jaguares de tristezas metálicas,

el venenoso colmillo de las despedidas.

Te llamaron y quisieron

que anduvieras por callejuelas gastadas.

Junio caía como una gota de acero

en la ciega bahía del crepúsculo

y navegaban las horas nubladas de espanto

cuando también te procuraron astros ligeros,

aves migratorias cuyos nombres no recuerdo,

tierras profunda detenidas en túneles

donde silbaba un aire oloroso a frutos y alimentos,

una mano escondida en la espesura de un árbol,

un mundo de llamas dolientes y de musgos,

una serpiente de agua, una araña,

una vasija con mariposas tatuadas,

una ráfaga, el tacto de un ágel en la penumbra,

el gesto de una mano salida de un alféizar,

una piedra de mármol sobre la que ahora flota un clavel,

la llama de una cortina, las cenizas de un árbol

y la ligera resina donde temblaban las noches

mudas de la memoria en vigilia,

la ráfaga de un jazmín que entre los huesos fugaces

interrogaba al destino.

Te procuró una alondra enlutada

y herida por la luz del día lluvioso,

una alondra sangrante que se arrodillaba en la tarde

apoyada en un velero,

un ágata, una breve estrella ahogada en el sur.

Te sostenías en la espiga frágil

de los instantes perdidos:

relámpago perpetuo,

palpitación del pez en los escaparates,

brillo de una mirada, polvo sobre la sangre

inocente del condenado,

parpadeo perpetuo entre los abismos trémulos,

colmillos de leopardo,

estanques donde la pesadumbre

se esfumaba

como un cuchillo oxidado en el crepúsculo

mientras la eternidad colgaba ligera

entre mudas montañas.

Ahora tu nombre es una antigua y secreta ternura

interrogando a los astros y alcanzando azahares,

un nenúfar que tiembla en las manos del viento,

una  ciega gota de sangre sobre un césped

como la ruidosa penumbra del espectro

o la bisagra que cruje coronada de espanto.

En la punta del jazmín el día flameaba

como un pájaro enfermo,

como el deseo que vuela en el viento nocturno,

áspero igual que la piel del durazno

en un despertar de furias contenidas.

Ahora, madre, eres la llama y la ceniza.

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Radhemés Reyes-Vázquez con el ex-presidente de la Rep. Dominicana Leonel Fernández

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Juan Bosch, escritor y ex-presidente de la Rep. Dominicana y Radhamés Reyes-Vásquez

Ediciones El Salvaje Refinado